jueves, 25 de junio de 2015

"Twice" por Little dragon



Este vídeo podría haber salido de un sueño donde las caras no son reconocibles.
Para mi gusto contiene una gran belleza utilizando muy pocos materiales, sencillos que manipulados adecuadamente crean un contexto onírico.

Inconsciente colectivo

Es característico de la psicología psicoanalítica de Jung la creencia en la existencia del inconsciente colectivo. Sus análisis de miles de sueños y el estudio comparado de las creaciones culturales (particularmente mitos, leyendas y religiones) de distintos pueblos, le llevaron a postular la existencia de contenidos psíquicos inconscientes comunes a toda la humanidad y que no tienen su origen en la experiencia individual. El fundamento de dichos elementos está en la experiencia de nuestros antepasados, experiencia que en lo fundamental se transmite hereditariamente. Es preciso no confundir estos contenidos inconscientes comunes a toda la especie con las disposiciones conductuales específicas como los reflejos y los instintos innatos. No se trata de disposiciones conductuales, sino de contenidos mentales. Los elementos más importantes que componen el inconsciente colectivo son los llamados "arquetipos".

"War" por Bob Marley


La canción habla sobre un posible futuro sin guerra.
Tal y como veo a muchas personas, no todas, me parece bastante utópico y surrealista, aunque los soñadores como él y yo sigamos fantaseando con esa idea.

Símbolos modernos

Tribus urbanas, colectivos o individuos que parecen no pertenecer a ningún grupo.
Todos ellos portan símbolos que los acompañan a donde van, también existen máscaras creadas para generar un tipo de símbolo o imagen que quieren proyectar.
Pero, ¿es eso real?
No en todos los casos.

 - Reflexiones conscientes - 

jueves, 11 de junio de 2015

Subconscientes


Este vídeo ha sido creado sin ningún efecto en postproducción, las imágenes y los distintos efectos han sido creados gracias a filtros naturales como botellas, plásticos, telas, etc.  Para así conseguir estas distorsiones e imágenes que pueden recordarnos a sueños y subconsciente.

2 Dimensiones

¿Y si el mundo de los sueños es otra esfera que podemos alcanzar cuando queramos?

Si se nos diera la llave para poder abrir y cerrar esa puerta a nuestro gusto y placer,
creo que ese sería uno de los mayores poderes que podrían existir,
la posibilidad de escapar de esta dimensión cuando te desilusiona
para dejarte llevar a esa otra donde las historias son contadas 
como solo tú las comprendes.

viernes, 5 de junio de 2015

Un poco de Max Ernst

Simbología azteca

Paraísos artificiales, psiconautas y viajes interiores

 Por qué hablamos de paraísos artificiales
Los paraísos artificiales es el título de un libro publicado en 1860, en el que Charles Baudelaire agrupó una serie de artículos sobre sus experiencias con alcohol, opio y derivados del cáñamo. Aunque ha sido —y continúa siendo— un formidable vehículo de propaganda para el hachís, el libro en cuestión se revela —a juicio de Laín Entralgo— como un “verdadero devocionario de ascética”. Pero más allá de eso, Los paraísos artificiales vino a recuperar una preocupación cristiana que había permanecido prácticamente muda desde el fin de la cruzada contra la brujería, y que a partir de entonces se reafirmó en su ancestral rechazo ante cualquier misticismo apoyado sobre bases farmacológicas, es decir, ante la ebriedad divina. En realidad, el libro de Baudelaire encerraba el germen del prohibicionismo moderno, pues recobraba el viejo principio cristiano —tal y como advierte Antonio Escohotado— de que “es traición a la majestad divina suspender con ayuda de una planta el rutinario valle de lágrimas”.
Refiriéndose a los efectos embriagantes del hachís, el poeta francés llegó a formularse esta sobrecogedora pregunta: “¿Qué sentido tiene trabajar, labrar el suelo, escribir un libro, crear y dar forma a lo que fuere, si es posible acceder de inmediato al paraíso?”. Lo que inquietaba pues a Baudelaire era la existencia de “un paraíso alcanzable de golpe”, es decir, la posibilidad que ofrecen ciertos atajos farmacológicos de eludir el sacrificio que supone cosechar recompensas que “se adquieren por la diligente búsqueda bien intencionada”, y que a juicio de la Iglesia católica constituyen las únicas riquezas “legítimas y genuinas”. Más o menos por la misma época, el editor norteamericano Fitz Hugh Ludlow se mostraba totalmente entusiasmado con el hachís, por ser una sustancia capaz de generar una experiencia tan lúdica e intensa como económica, ya que, según él mismo había podido comprobar, “no era preciso hacer inversión alguna en un viaje. Por la módica cantidad de seis centavos podía procurarme un billete para recorrer toda la tierra; navíos y dromedarios, tiendas y hospicios se hallaban todos contenidos en una caja de extracto Tilden” (específico que contenía varias dosis de la sustancia). Ahora bien, ¿se trataba de un nuevo engaño?
Ciertamente, el hachís realza la percepción y magnifica los sentidos hasta niveles extraordinarios. Pero esta especie de magia subalterna, según Baudelaire, no llega a producir en quienes recurren a ella nada nuevo: “Nada de milagroso, absolutamente nada, salvo una exageración de lo natural”, a decir del poeta. Y este hecho decepcionó a Baudelaire, cuyas creencias católicas parecían ser las artífices de una idea de paraíso real, contrapuesta e incompatible con la noción del paraíso artificial creada por el hachís o cualquier otro psicofármaco. No en vano, como mantienen las Sagradas Escrituras, el paraíso admisible para el hombre-animal queda rigurosamente prohibido para el civilizado, y del mismo modo que un ángel impidió a Adán y Eva retornar al jardín donde nacieron, los príncipes de la Iglesia deben impedir que su grey se consienta cualquier imitación del viejo Edén.
Las objeciones de Baudelaire tenían una base ética y religiosa seria, tanto que, pocos años después su muerte, la denominación paraísos artificiales pasó a designar genéricamente a todas las sustancias psicoactivas conocidas, y así se mantendría hasta bien entrado el siglo XX, cuando los medios de comunicación impusieron otro genérico, no tan literario, pero desde luego bastante más moderno y funcional: LA DROGA.
Sin embargo, las denominadas drogas no son un invento del siglo XIX, pues han acompañado a la humanidad desde sus inicios, y no únicamente con fines terapéuticos convencionales. La novedad que aportó el siglo XIX, no sólo gracias a Baudelaire, sino también a otros muchos poetas, artistas y escritores, es el mito de la droga. Un mito que se configuró como producto de la sensibilidad romántica. El alma, desde Kant, se construye a base de sensaciones y las drogas descubrieron sensaciones más intensas, más íntimas, más auténticas que la propia realidad. La idealización estaba servida, ya que el paraíso artificial se identificó con un paraíso sensorial y sensual. Era el contrapunto que necesitaba el ascenso al poder de la clase media, los avances científicos y tecnológicos, la creciente industrialización, las nuevas formas de riqueza basadas en la explotación y, en definitiva, las primeras exigencias de la sociedad de mercado. En un mundo que comenzaba a saturarse de nuevas máquinas y nuevas mediaciones que desafiaban la naturaleza imperial del ser humano y lo distraían de su compromiso con el universo, las drogas se configuraron como un recurso ideal para abrir las puertas de la percepción y recuperar la comunicación mística con el todo, interrumpida, supuestamente, por el predominio de la razón y la ciencia.
En su libro Escrito con drogas, la investigadora Sadie Plant menciona “la búsqueda del instante entre la vida y la muerte” como un rasgo característico del siglo XIX. Así, la fascinación inicial de Coleridge por el láudano vendría determinada por la posibilidad intuida de que con el opiáceo se pudiera explorar el límite sutil que separa la vigilia del sueño. En cierta medida, Edgar A. Poe vino a profundizar en el ensayo iniciado por Coleridge de postergar “el lapso de este territorio limítrofe al dominio del sueño”, es decir, esos “meros puntos de tiempo en los cuales los confines del mundo de la vigilia se difuminan en el mundo onírico”. Y si Poe demostró sumo interés en mantener ese estado de suspensión entre sueño y vigilia es porque pensaba que “un punto inapreciable de tiempo” podía ser ampliable a un “espacio navegable”. El siguiente eslabón en esta vía de exploración lo añadiría Sigmund Freud al llegar a la conclusión de que las escenas narcotizadas que se habían representado en los escenarios de todos estos ilustres drogados (o mejor sería decir, en el teatro de su mente) emanaban no de una fuente exterior, sino de los recovecos internos de su propia mente.
Hay que decir, por lo demás, que la Prohibición instaurada desde principios del siglo XX, lejos de eliminar este mito, ayudó a estimularlo y reforzarlo, identificando el uso de paraísos artificiales con la idea de adicción y la noción de enfermedad. Muy pronto, consumir drogas dejó de ser contemplado como una actividad y pasó a convertirse en una especie de identidad, un estilo de vida, una alteridad —siempre al margen—, justo al otro lado de la frontera donde se agrupaban los miembros rectos, productivos y reproductivos, es decir, aquellos que responden a la idea de normalidad para el imaginario colectivo moderno.

La reaparición en escena de los psiconautas
En 1970, esto es, más de un siglo después de que Baudelaire estableciera la nomenclatura paraísos artificiales, el pensador y escritor alemán Ernst Jünger publicó su libroAcercamientos, una voluminosa compilación sobre sus dilatadas y enjundiosas experiencias con todo tipo de drogas lícitas e ilícitas. En esta obra Jünger dejó acuñado el término psiconauta, para referirse al navegante del alma, es decir, aquella persona que desplaza las guerras y desafíos propios de la épica tradicional a una dimensión más íntima, interna.
Pero no es la ingestión de estas sustancias, ni consiguientemente sus efectos, lo que determina para Jünger el carácter del psiconauta, sino que lo decisivo será su entereza y su disposición de ánimo. Un estado que el etnomicólogo italiano Giorgio Samorini denomina de precaución dinámica, o sea, una invitación a la experiencia con respeto, pero sin miedo, ideal para adentrarse en territorios no cartografiados y explorar las zonas más extremas de la mente humana. Lógicamente, la figura del psiconauta no surgió a partir de la definición dada por Jünger —por eso hemos hablado de reaparición y no de aparición— sino que se inscribe en una saga cuya génesis se pierde en el origen de los tiempos.
Al principio nos hemos referido a la cruzada contra la brujería como un factor decisivo en la desaparición de la química mística en Occidente. Y es que fueron precisamente los inquisidores, y otros cazadores de brujas, los que trazaron y reafirmaron nuevas fronteras en torno a la vida y la muerte, poniendo fin a los viajes de ida y vuelta hasta los más remotos confines de la zona limítrofe que separa a la una de la otra. Los parámetros establecidos por aquellos próceres morales, celadores de la fe y la ortodoxia, fueron confirmados y consolidados —como explica Sadie Plant— por las instituciones del Estado moderno:

“A las mujeres ya no les estaba permitido curar a enfermos o dar a luz solas a sus hijos; todas las drogas fueron en aquella época confiadas al cuidado de la nueva fraternidad de la Ilustración, y la narración chamánica del vuelo, la transformación y el regreso fue arrinconada en nombre de un nuevo sentido del tiempo lineal. Todos los relatos debían discurrir en una única dirección, a saber, el movimiento de avance, de progreso imparable. La Ilustración se imaginó a sí misma como una culminación, como el término final de lo que, considerada desde una perspectiva histórica, se definía como una larga lucha lineal cuyo origen había de buscarse en la época de la Grecia antigua”.

Si desde el siglo IV, con la implantación del cristianismo en Occidente, se había asistido a un retroceso de los cultos iniciáticos de origen pagano, la mayoría de ellos asociados a potentes sustancias psicoactivas (cornezuelo de centeno, amanitas, hongos psilocibios, etc.), la cruzada contra la brujería, que se desarrolló entre los siglos XIV y XVII, determinó que, con el paso del tiempo, la sociedad occidental se volviera prácticamente amnésica con respecto a su uso. Ciertamente, no sólo el cristianismo sino todos los monoteísmos se muestran recelosos hacia el origen místico del cual todavía dependen, en buena medida debido a su intento de unirse a lo absoluto aquí y ahora.
La modernidad, sin embargo, no pudo liberarse de su propio pasado chamánico y fue sólo cuestión de tiempo —y no demasiado, por cierto— que la generación de los Coleridge, De Quincey, Poe, etc. volviera a explorar las zonas fronterizas entre la vida y la muerte. Un pasado chamánico que gira en torno al tema de adentrarse y regresar del Más Allá, una narración elemental que ha acompañado a la humanidad desde hace milenios.
El historiador Carlo Ginzburg se ha preguntado por la razón que hay en esta permanencia, para llegar a la conclusión de que la respuesta es bien sencilla: “Narrar significa hablar aquí y ahora con una autoridad que deriva (literal o metafóricamente) del allí y entonces”. La capacidad, pues, para realizar un viaje a otro mundo y regresar vivo para contarlo, es decir, poder participar “en el mundo de los vivos y de los muertos, en la esfera de lo visible y lo invisible”, es algo tan antiguo y omnipresente que bien podría ser definible como un “rasgo distintivo de la especie humana”. En el fondo, la historia chamánica del vuelo, la transformación y el regreso, no es “una narración entre otras muchas”, sino “la matriz de todas las narraciones posibles”.

El desafío personal del viaje interior
Hay muchas clases de viajes y de viajeros. Y muchas formas de viajar. Está el peregrino que no para de caminar en pos del todo, pero también existe aquel otro que, sin moverse del sitio, está en todas partes. Ulises recorrió físicamente pocas millas, pero su excursión psíquica lo llevó mucho más allá de los límites de la razón humana. Jasón y los Argonautas se desplazaron apenas unos centímetros en el mapa, pero su periplo en el alma alcanza millones de años luz. El Ulises de James Joyce no fue muy lejos, pero transformó la conciencia del siglo XX. Ken Kesey y los Merry Pranksters hicieron un viaje doméstico en autobús por los Estados Unidos —de costa a costa— que no duró mucho tiempo —tal y como refleja su Homero particular, Tom Wolfe—, pero su eco todavía resuena en la memoria de millones de personas.
Existe el viaje circular, el del retorno al lugar de partida que describe la Odisea. Pero también existe el viaje sin retorno, el periplo rectilíneo y sin Ítaca que transforma a un individuo tanto que ya no regresa a casa. El mito de la vida errante, nómada. El viaje interminable. El exilio total como fuente de libertad, como utopía, encarnado ejemplarmente por la figura de Neal Cassady, el viajero sin límites. Pero, además del viaje sin fin de los beats, o del viaje por el viaje de los hippies, también existe el reverso: el viaje organizado y programado, con toda clase de lujos, comodidades y placeres de nivel medio que constituyen la vida cotidiana, ideal para que los turistas se sientan como en su propia casa. También hay, finalmente, viajes reales y viajes imaginarios, tantos como posibles itinerarios.
En realidad, como dejó escrito John Steinbeck, “cada viaje es una entidad, es distinto del resto de viajes. Tiene personalidad, temperamento, individualidad, carácter único. No hay dos iguales”. Pero, como apunta el escritor Lorenzo Silva, “el verdadero viaje termina siempre dentro del corazón del viajero”, es decir, acaba siendo un viaje interior. Lo que cuenta, por tanto, no son tanto los paisajes recorridos a lo largo del trayecto, sino “el deseo y la disposición a ser conquistado” por esos mismos escenarios, de tal manera que “sólo los viajeros banales y los que andan al descuido se exponen a la decepción”. En este sentido, podríamos suscribir justo todo lo contrario del “viajar, perder países”, de Pessoa, es decir, viajar, equivale a ganar países o, mejor aún, a dejarse ganar por los países recorridos.
Pero, ¿de dónde surge esa necesidad de recorrer nuevas rutas, ese sentirse cautivado por la promesa de nuevos itinerarios?
El escritor mozambiqueño Mia Couto se pregunta: “¿El fin del viaje es iniciar otro viaje? ¿Qué gusto es ése de trocar, eternamente, destino por partida?”. Y aventura una posible respuesta: “Lo que sucede es que el mundo está siempre grávido de inmensidad. Y los hombres, moradores de infinitos, no tienen ojos para medirlo. Sus sueños van por delante de sus pasos. Los hombres nacieron para desobedecer mapas y desinventar brújulas. Su vocación es desordenar paisajes”.
Pero esta vocación innata no puede carecer de sentido, de significado. Se dice que, a principios del siglo XX, un loco dejó escrito en los muros de un manicomio francés: “Viajo para conocer mi geografía”. Lo cual vuelve a remitirnos al viaje interior como fórmula o método de autoconocimiento.
Todos los viajes convencionales, o sea, externos, son épicos y, a menudo, afectan a nuestros cinco sentidos. Por su parte, los viajes interiores recuerdan a las danzas inmóviles. Son viajes concentrados, intensos, y para disfrutarlos no es necesario mover un solo dedo. Pero no por eso resultan menos épicos, ni dejan de conmocionar a todos nuestros sentidos, pues, tal y como afirman Gilles Deleuze y Félix Guattari, “a menudo se habla de las alucinaciones y del delirio; pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante (pienso) presupone un Yo siento más profundo, que proporcione a las alucinaciones su objeto y al delirio del pensamiento su contenido”. De hecho, en el viaje interior, es uno mismo quien está en juego al adentrarse por sendas peligrosas de verdad en un mundo vaciado de convencionalismos y categorías racionales. Por eso, el temor a extraviarse de manera absoluta, esto es, el miedo a quedar atrapado para siempre en un mundo informe, desprovisto de estructura y distinción, basta para disuadir a la mayoría de aventurarse demasiado lejos. Ya lo manifestaron también en su día Leary, Alpert y Metzner al advertir que, para todas aquellas personas que no están preparadas, el descubrimiento de la “naturaleza ondulatoria de toda estructura” acaba siendo una “desastrosa maraña de incerteza”.

El viaje interior como antídoto contra la moral de identidad
Sin embargo, para cualquier avezado psiconauta el viaje interior suele ser determinante en el sentido de ayudarle a definir, tomando la idea de definición en sentido pleno: esto es, recepción al pormenor y, al mismo tiempo, detalle, inventario. Por lo demás, al propiciar el entrañamiento con lo otro, con lo invisible, el trance fomenta la pasión humana por las metamorfosis. Y, como reconoce el poeta visionario Miguel Ángel Velasco, lo que en un principio quizá se planteara únicamente como una experiencia de disfrute y navegación puede llegar incluso a convertirse “en algo así como una herramienta de trabajo”.
La concepción científica y materialista del mundo ha llegado a ser el mito de nuestro tiempo. En la actualidad esta concepción del mundo es una verdad incuestionable, pero sólo contiene una mitad de la realidad, su parte material y mensurable; todas las dimensiones de la existencia no comprensibles física y químicamente —a las que pertenecen las características esenciales de la vida— son olvidadas. Amor, alegría, belleza, creatividad, ética y moral, no son ponderables ni mensurables, y por ello no existen en la concepción materialista y científica del mundo. Pero eso no quiere decir que no existan, y el viaje interior puede resultar una buena ruta de aproximación a estas dimensiones olvidadas.
El viaje interior se configura de este modo como una vía de placer y sabiduría, pero no sólo eso, ya que la experiencia visionaria puede integrarse también como una vía muy eficaz para combatir lo que podríamos denominar moral de identidad.
Si entendemos por moral de identidad aquella en la que el sujeto se complace en afirmar su Yo, el pronombre de la rapacidad —aquello de “gente con mucho yo”, que decía un anuncio televisivo, y televisado, de yogures—, frente a esa moral excluyente, cabría oponer su contraria de perfección o de cumplimiento, en la que el espíritu no concibe otra satisfacción que la vinculada al bien común. Las técnicas del éxtasis —y el viaje interior lo es—, en cuanto a disciplinas de maduración, pueden contribuir a la disolución de ese yo. De hecho, cuando la experiencia resulta plena acaba por identificarse lo uno en lo otro. Y de ahí procede, como asegura el poeta y psiconauta Miguel A. Velasco, lo más precioso del espíritu: “su capacidad de reconocimiento, y, en cuanto a tal, el aprendizaje de la compasión, en su sentido pleno de pasión común”.

El carácter subversivo del viaje interior
Estamos acostumbrados a percibir la prohibición de las drogas como una cuestión de salud pública. Pero la protección de la salud pública responde a un concepto relativamente reciente dentro de la historia del Derecho. Un concepto que, curiosamente, también es fruto de la Ilustración y que responde más al deseo de garantizar la seguridad nacional que la seguridad personal. Implica, por una parte, el reconocimiento del bienestar general como un patrimonio colectivo a preservar y, por otra, la existencia de unas conductas capaces de poner en peligro dicho bienestar, es decir, los denominados delitos de riesgo.
Por ejemplo, en el Código Penal español de 1870, las irregularidades en la venta de fármacos, sustancias nocivas para la salud o productos químicos capaces de producir grandes estragos (sustitución de uno por otro, adulteración, fraude…) estaban tipificadas como delitos contra la salud pública. En aquella época, las drogas actualmente prohibidas recibían la misma consideración que cualquier otro fármaco, es decir, eran productos de consumo libre, para cuya venta estaban autorizados drogueros y boticarios.
Por eso, en 1918, cuando las autoridades gubernativas decidieron someter ciertas sustancias (opio, morfina, cocaína, éter, cloral, etc.) a un régimen de control o restricción, se pensó en la receta médica obligatoria como requisito suficiente para preservar la salud pública en este sentido. Lógicamente, a efectos penales, esta exigencia no afectaba al comprador, sino al vendedor, lo cual casaba perfectamente con la idea inicial de proteger a las personas de drogas que otros querían venderles.
El paso decisivo de la restricción a la prohibición se dio en 1928, cuando entró en vigor un nuevo Código Penal —que ya prestaba una especial consideración a las “drogas tóxicas o estupefacientes”, separándolas del resto de sustancias potencialmente peligrosas para la salud— y se promulgaron las Bases para la Restricción del Estado en la distribución y venta de estupefacientes, pues a partir de ese momento ya no sólo se castigó la venta ilícita de drogas, sino también su posesión sin receta. Este cambio legislativo implicaba necesariamente una perversión del concepto inicial de delito contra la salud pública, pues ya no se trataba de proteger a las personas de drogas que otros querían venderles, sino de drogas que ellas mismasquerían comprar. De tal manera, en la actualidad hemos llegado a admitir como razonable que si una persona vende a otra cualquier cantidad de una droga prohibida —por mínima que sea— está cometiendo un delito contra la salud pública, es decir, contra la salud de todos, mientras aceptamos que si una industria envenena el aire, el agua o la tierra —elementos que sí compartimos todos— se está produciendo un delito ecológico. Absurdo, ¿no?
Con independencia de que las denominadas drogas efectivamente —dependiendo del uso que se haga de ellas— puedan resultar perjudiciales para la salud, cualquier curtido psiconautasabe que sus efectos atentan directamente contra una de las principales claves —seguramente decisiva— a la hora de interpretar nuestra realidad: el tiempo. En este sentido, el escritor Antonio Álamo ha dicho recientemente: “El anzuelo de la droga es la eternidad, y lo contrario a estar drogado es la sobredosis de tiempo, enfermedad repulsiva y muy moderna que se manifiesta con especial virulencia en todos los ambiciosillos”.
No cabe ninguna duda de que nuestra civilización está edificada sobre el tiempo, esa “ilusión nefasta y ególatra” —en palabras de Lorenzo Silva— que no tiene más misión comprobada que “abatir lo que contra él se levanta”. O como dice el también escritor e incorregible viajero Mariano Antolín Rato: el tiempo no tiene otra razón de ser que la de “evitar que todo ocurra a la vez”. Marcel Proust ya confirmó que el tiempo tiene una “entidad escurridiza y dudosa” y que “resultan mucho más firmes y fiables nuestras sensaciones, no por suceder en el tiempo sino en determinados espacios”. Y éste es el principal afán que empuja a los psiconautas para adentrarse en territorios no cartografiados: capturar espacios y sensaciones que están en la esencia misma de la vida.
Los testimonios en este sentido son tan numerosos como irrefutables. Por ejemplo, el químico suizo Albert Hofmann, a propósito de sus experimentos con LSD, afirma que “aquello que solemos denominar la realidad, incluyendo en ella la realidad de la propia personalidad individual, no es en absoluto algo fijo, sino más bien algo ambiguo, o dicho de otro modo, que no hay sólo una realidad única sino muchas, cada una de las cuales abarca asimismo una conciencia diferente del yo”.
También el escritor William Burroughs vino a expresar lo mismo: “Las drogas visionarias mudan el modelo de exploración de la realidad de modo que vemos una realidad diferente —no hay una realidad verdadera o real—. La realidad es simplemente un modelo de exploración más o menos constante”.
Finalmente, merece la pena recordar una cita de Octavio Paz que bien puede servir de colofón a esta ponencia:

“El tiempo moderno e histórico es lineal y resulta ser de forma inexorable fatal para el rito; el pasado es irreversible y nunca volverá. El significado último que tiene el consumo de drogas en nuestra época queda así algo más claro ahora: es una crítica al tiempo lineal y una nostalgia (o un presentimiento) de otro tipo de temporalidad”.

sábado, 23 de mayo de 2015

Ensoñaciones


Ensoñación:

1. Suceso, proyecto, aspiración o cosa que se anhela o se persigue pese a ser muy improbable que se realice y en el que se piensa con placer.

2. Serie o sucesión de imágenes y sucesos que se imaginan mientras se duerme y que se perciben como reales.


Literatura surrealista española

El surrealismo es un movimiento artístico y literario surgido en Francia en el primer cuarto del siglo XX, en el entorno del poeta André Breton. Este movimiento debe mucho a las teorías de Freud sobre el inconsciente.
La poética surrealista se basa en el inconsciente, al que se considera como un generador continuo de imágenes, que se podían sacar a la esfera del arte por medio de un ejercicio mental en el que la conciencia no intervenía y cuyo proceso de trascripción debería ser automático.

En España el surrealismo aparece en torno a los años veinte. Además de a la Literatura afectó a otros campos de la expresión artística: la pintura, Salvador Dalí; el cine, Luis Buñuel, Un perro andaluz, La edad de Oro, etc.
Entre los escritores de la llamada generación del 27, el surrealismo influyó especialmente en Federico García Lorca, Rafael Alberti Vicente Aleixandre y Luis Cernuda.


Federico García Lorca


Poeta en Nueva York es la obra más característica de la etapa surrealista de Lorca. El poeta viajó a Nueva York en el verano de 1929 y se encontró con una ciudad tecnológicamente muy avanzada, pero privada del contacto con la naturaleza.

Lorca utiliza la técnica surrealista para expresar la angustia que le produce esa cultura urbana, materialista, que ha envilecido al amor y que ha degradado la naturaleza y para lanzar un grito de protesta contra ella. Para ello utiliza imágenes irracionales, absurdas, como salidas de una pesadilla, para dar su personal visión de una ciudad en la que abunda el racismo, la violencia, la avaricia, la crueldad, la miseria en los suburbios etc.


Vicente Aleixandre


La trayectoria poética de Aleixandre se divide en tres etapas: una primera en la que predomina la poesía pura, una segunda marcada por el surrealismo y la tercera caracterizada por la indagación del ser humano.

El surrealismo, que predomina en sus libros a partir de 1928 es una técnica que le proporciona gran libertad de expresión y de elección de los materiales poéticos. A esta etapa pertenecen Espadas como labios, cargada de protesta, amargura e ironía en su búsqueda de la verdad, Pasión de la TierraLa destrucción o el amor y Sombra del Paraíso.
Son libros difíciles en los que Aleixandre expresa su particular visión del amor, tan cercana a la muerte que se confunde con ella., en donde las espadas, instrumentos de muerte son a la vez instrumentos de amor, como los labios.
La destrucción o el amor es el libro cumbre de esta etapa, es un canto total a la naturaleza, a su fuerza y al anhelo por llegar, a través del amor, quebrantando nuestra radical soledad en la comunión panteística en el seno del universo.
En Sombra del paraíso expresa la nostalgia de un reino paradisíaco que lo mismo puede ser posterior a la muerte que anterior al nacimiento del hombre: ¡Humano: nunca nazcas! es el terrible verso que traduce el pesimismo esencial del poeta.


Rafael Alberti


La etapa surrealista de Alberti se inicia con Sobre los ángeles, libro que nace como consecuencia de una grave crisis personal. Es un poemario escrito en verso libre, lleno de imágenes duras y violentas que dan una visión onírica e infernal del mundo.

El ciclo surrealista continua con Sermones y moradas, y se cierra con el humor de Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, en donde se recogen poemas dedicados a los grandes cómicos del cine mudo.


Luis Cernuda


La obra de Cernuda, que tiene el título general de La realidad y el deseo, está formada por varios ciclos, uno de ellos es el surrealista al que corresponden los libros: Un río, un amor y Los placeres prohibidos.

Su obra se basa en el contraste entre su anhelo de realización personal, deseo y los límites impuestos por el mundo que le rodea, realidad. Es una poesía de raíz romántica, muy influida por Bécquer y los poetas clásicos, especialmente Garcilaso.
Cernuda encuentra en surrealismo un vehículo de expresión muy apropiado para trasmitir su descontento con el mundo y su rebeldía ante él. No obstante, el poeta abandona pronto esta técnica y a partir del libro siguiente, Donde habite el olvido, inicia un estilo personal, cada vez más sencillo cercano al lenguaje hablado, y al tono coloquial.



CONCLUSIÓN

Para los petas españoles del 27 el surrealismo fue ante todo una técnica que les liberó de muchas convenciones poéticas y que utilizaron para expresar mejor su mundo interior, pero de ninguna manera constituyeron un grupo cerrado, una escuela. Fue solo una etapa por la que pasaron algunos de ellos, aunque todos la habían abandonado al estallar la guerra civil.

Robert Steven Connett o Vomitus Maximus

Robert Steven Connett, también conocido como Vomitus Maximus, nace en 1951 en San Francisco, California. La estética de sus trabajos está definida por el Pop Art y la cultura Underground de los años 70, sus influencias y sus gustos van desde pintores como Dalí, Chris Mars, Mark Ryden, Victor Safonkin, Patrick Woodruff, o dibujantes como Robert Crum. 






"En mi estudio de estas formas de vida " inferiores ", he aprendido sobre la humanidad. Usualmente, mis personajes obtienen atributos humanos porque veo la humanidad reflejada por estas pequeñas criaturas. Después de todo, cuando uno lo piensa, estas cosas son nuestros mayores tatarabuelos..."




Entrance

Este blog está basado en un proyecto conjunto llamado "Almohadas de vapor".
Dentro de este proyecto abordamos temas como la neurología, la cultura del sueño, el psicoanálisis, hipnosis, entre otros.
Ahora bien, aunque el blog esté basado en ese proyecto aquí solo publicaré entradas relacionadas con las partes del proyecto de las que yo me ocupo, por lo tanto los temas estrella en este blog serán....

Surrealismo   ·   Simbología    y    Los paraísos artificiales

viernes, 22 de mayo de 2015

Relato:

La otra noche, cuando empezaba a quedarme dormida, en la televisión emitían cuarto milenio, Iker hablaba sobre el fin del mundo...Entonces, me dormí y comenzó la pesadilla.


     Morfeo me gastó una broma

     ¡valiente cabrón!
     Caminada por Londres
     como podría haber sido Roma.
     ¡Me asaltó un pequeño mamón!
     Me dijo: "Lee este libro, toma".
     2015 bordado en la portada.
     No debería haber cogido el libro,
     sino dar al niño una patada.
     Sus hojas blancas los dedos me cortaron
     alcé la vista y en el horizonte,
     las ruinas del apocalipsis me paralizaron.



      Alucinación hipnogógica se llamaba la broma.